sábado, 15 de junio de 2013

Mario Benedetti y su opinión de los diarios

Ocho de la mañana. Estoy desayunando en el Tupí. Uno de mis mayores placeres. Sentarme junto a cualquiera de las ventanas que miran hacia la Plaza. Llueve. Mejor todavía. He aprendido a querer ese monstruo folklórico que es el Palacio Salvo. Por algo figura en todas las postales para turistas. Es casi una representación del caracter nacional: guarango, soso, recargado, simpático. Es tan, pero tan feo, que lo pone a uno de buen humor. Me gusta el Tupí a esta hora, bien temprano leyendo El Día o El Debate con increíble fruición.
Hay días en que los compro todos. Me gusta reconocer sus constantes. El estilo cabriola sintáctica en los editoriales de El Debate; la civilizada hipocresía de El País; el mazacote informativo de El Día, apenas interrumpido por una que otra morisqueta anticlerical; la robusta complexión de La Mañana, ganadera como ella sola. Qué diferentes y qué iguales. Entre ellos juegan una especie de truco, engañándose unos a otros, haciéndose señas, cambiando de parejas. Pero todos se sirven del mismo mazo, todos se alimentan de la misma mentira. Y nosotros leemos y, a partir de esa lectura, creemos, votamos, discutimos, perdemos la memoria, nos olvidamos generosa, cretinamente, de que hoy dicen lo contrario de ayer, que hoy defienden ardorosamente a áquel de quien ayer dijeron pestes, y, lo peor de todo, que hoy ese mismo Aquél acepta, orgulloso y ufano, esa defensa. Por eso prefiero la espantosa franqueza del Palacio Salvo, porque siempre fue horrible, nunca nos engañó, porque se instaló aquí, en el sitio más concurrido de la ciudad, y desde hace treinta años nos obliga a que todos, naturales y extranjeros, levantemos los ojos en homenaje a su fealdad. Para mirar los diarios, hay que bajar los ojos.

Mario Benedetti, "La tregua"