Ocho de la mañana. Estoy desayunando en el Tupí. Uno de mis mayores placeres. Sentarme junto a cualquiera de las ventanas que miran hacia la Plaza. Llueve. Mejor todavía. He aprendido a querer ese monstruo folklórico que es el Palacio Salvo. Por algo figura en todas las postales para turistas. Es casi una representación del caracter nacional: guarango, soso, recargado, simpático. Es tan, pero tan feo, que lo pone a uno de buen humor. Me gusta el Tupí a esta hora, bien temprano leyendo El Día o El Debate con increíble fruición.
Hay días en que los compro todos. Me gusta reconocer sus constantes. El estilo cabriola sintáctica en los editoriales de El Debate; la civilizada hipocresía de El País; el mazacote informativo de El Día, apenas interrumpido por una que otra morisqueta anticlerical; la robusta complexión de La Mañana, ganadera como ella sola. Qué diferentes y qué iguales. Entre ellos juegan una especie de truco, engañándose unos a otros, haciéndose señas, cambiando de parejas. Pero todos se sirven del mismo mazo, todos se alimentan de la misma mentira. Y nosotros leemos y, a partir de esa lectura, creemos, votamos, discutimos, perdemos la memoria, nos olvidamos generosa, cretinamente, de que hoy dicen lo contrario de ayer, que hoy defienden ardorosamente a áquel de quien ayer dijeron pestes, y, lo peor de todo, que hoy ese mismo Aquél acepta, orgulloso y ufano, esa defensa. Por eso prefiero la espantosa franqueza del Palacio Salvo, porque siempre fue horrible, nunca nos engañó, porque se instaló aquí, en el sitio más concurrido de la ciudad, y desde hace treinta años nos obliga a que todos, naturales y extranjeros, levantemos los ojos en homenaje a su fealdad. Para mirar los diarios, hay que bajar los ojos.
Mario Benedetti, "La tregua"
Hay días en que los compro todos. Me gusta reconocer sus constantes. El estilo cabriola sintáctica en los editoriales de El Debate; la civilizada hipocresía de El País; el mazacote informativo de El Día, apenas interrumpido por una que otra morisqueta anticlerical; la robusta complexión de La Mañana, ganadera como ella sola. Qué diferentes y qué iguales. Entre ellos juegan una especie de truco, engañándose unos a otros, haciéndose señas, cambiando de parejas. Pero todos se sirven del mismo mazo, todos se alimentan de la misma mentira. Y nosotros leemos y, a partir de esa lectura, creemos, votamos, discutimos, perdemos la memoria, nos olvidamos generosa, cretinamente, de que hoy dicen lo contrario de ayer, que hoy defienden ardorosamente a áquel de quien ayer dijeron pestes, y, lo peor de todo, que hoy ese mismo Aquél acepta, orgulloso y ufano, esa defensa. Por eso prefiero la espantosa franqueza del Palacio Salvo, porque siempre fue horrible, nunca nos engañó, porque se instaló aquí, en el sitio más concurrido de la ciudad, y desde hace treinta años nos obliga a que todos, naturales y extranjeros, levantemos los ojos en homenaje a su fealdad. Para mirar los diarios, hay que bajar los ojos.
Mario Benedetti, "La tregua"